Hay que leer el extraordinario libro de Xavier Ayén (RBA), Aquellos años del boom, sobre el llamado boom de los escritores latinoamericanos. Se trata de un libro escrito con una mezcla de ambición literaria, porque el buen periodismo es tan literatura como la buena novela, y de ambición cultural.
El boom puede ayudarnos a entender una época contradictoria, de la cual muchos de nosotros somos hijos, porque nacimos y crecimos en ella. Pero también nos ayuda a comprender hasta qué punto Barcelona tiene que seguir aspirando a ser, como mínimo en algunos campos, la verdadera capital del mundo iberoamericano. .
Ayén nos cura de todos estos males y nos sitúa en un tipo de Barcelona secreta, que nos es descubrimiento por algunos escritores que nos vienen a visitar y que se quedan a vivir entre nosotros. Hay el primer deslumbramiento de Rubén Darío, a comienzos de siglo XX. Pero nada es comparable al magnetismo de Gabriel García Márquez y a la capacidad de autoreferenciar-se de Vargas Llosa. Los dos tan diferentes y tan iguales. Los dos vinculados en Barcelona por aquello que nos distingue: el hecho que algunos de nuestros compatriotas disponen del gen de la cultura de la riqueza, mezclada con el gen de la riqueza de la cultura.
Podemos encarnar esta última descripción en Carme Balcells y su agencia literaria. Y lo podemos hacer vinculándola a otras magníficas aventuras empresariales como la de Ricardo Rodrigo y RBA, hoy un catalán más, líder de una empresa que es referencia mundial en el mundo de la edición, y que con otras editoriales como Planeta siguen haciendo de Barcelona la capital de la edición de Hispanoamérica.
El libro de Ayén apela de manera valiente a alguno de nuestros peores fantasmas: la banalidad, el cinismo y la pereza. Es espectacular como queda retratada aquella Gauche Divine, tan elevada por algunos (normalmente ellos mismos) y tan despiadadamente descrita por los mejores autores sudamericanos que habían recalado entre nosotros: mientras algunos, como García Márquez, escribían con la rana puesta, u otros, como Vargas Llosa, hacían un horario laboral completo escribiendo, la mayor parte del famoseig local tiraba vida a la basura en base de noches y de provincianismo disfrazado de Carnaby Street. No es que todo fuera exactamente un desastre, pero es bien claro que el que ha perdurado es obra del trabajo, mientras que el que ha desaparecido es consecuencia de la banalidad.
El problema es que los valores que parecen haber restado entre una parte de nuestra sociedad son precisamente los que habrían hecho imposible el boom literario de aquellos años: impostures ideológicas, desarraigo identitario, carencia de continuidad, menysteniment del valor del trabajo como valor fundamental a preservar en la vida individual y colectiva…
El boom nos enseña que Barcelona necesita tener esta ambición cultural de capitalidad. Necesitamos vacunarnos contra las patologías apenas mencionadas. Hay que establecer objetivos claros en materia de colaboración con los mercados culturales iberoamericanos de forma que Barcelona sea vista como la capital europea más cercana a las capitales americanas de la cultura de raíz ibérica. Nos va algo más que los puestos de trabajo, que las empresas, algo más que el prestigio. Nos va la posibilidad de ensanchar horizontes en sociedades que nos son muy cercanas, y que siguen esperando de Barcelona la capitalidad amable y radical que en algunos momentos, por ejemplo algunos de los momentos descritos por Ayén, hemos sido.
No es posible hablar de proceso hacia la independencia sin dotarnos de una nueva ambición cultural, de industria cultural, de capitalidad cultural. Y esto pasa necesariamente para valorar el boom en la justa medida, y para trabajar en el fomento de relaciones personales, institucionales y empresariales entre Barcelona y el mundo cultural iberoamericano. Lo apuesta hispanoamericana es estratégica en el mundo de la cultura en general, pero de manera fundamental en el mundo editorial, en el mundo arquitectónico y urbanístico, en el mundo de la cinematografía… Las generaciones no esperan, ni las nuestras ni las suyas, y cada oportunidad perdida es una oportunidad que no vuelve. No hacerlo es condenarnos al ostracismo. No nos lo dejamos hacer.